Muy buen y reflexivo artículo de Pere Antoni Pons en Diari de Balears, al cual llegué a través de Paisse. He tenido que compartirlo con mis lectores.
Ovejas agitadas, revolucionarios tranquilos.
Desde mayo del 68 hasta hoy, parece que todas las generaciones de jóvenes occidentales necesitan participar en una revuelta o pseudorevuelta para sentirse realizados. En cierto modo, esta necesidad de formar parte de algún tipo de barullo gregario masivo viene a ser una especie de ritual de pasaje que simboliza el tránsito de la juventud o la adolescencia hacia la edad adulta, algo así como una ordalía autoimpuesta que se debe superar para entrar por la puerta grande –y con las cicatrices prestigiosas de la rebeldía– en la vida seria y verdadera.
Muchas veces la motivación que sirve de combustible a la revuelta –y si digo revuelta es porque los que participan en ella la llaman así– es lo de menos. Lo que cuenta es montar una enorme gresca colectiva, salir a la calle, cortar el tráfico, quemar contenedores y apedrear escaparates y sucursales bancarias, saltar, cantar, sudar, excitarse, gritar eslóganes no como quien predica los puntos claves de una doctrina, sino como quien se inyecta adrenalina, protestar y exhibir una actitud de combate simplemente como una manera diferente de calmar los nervios y de entretenerse.
Durante los últimos años han sido frecuentes las multitudinarias aglomeraciones contestatarias. Primero fueron las manifestaciones en contra de la guerra de Iraq; después, las globalizadas protestas contra los presuntos horrores nefastos de la globalización; y ahora –aunque a escala mucho menor– las ocupaciones de aulas y las huelgas de estudiantes en contra del plan de Bolonia. Y no digo que, en algunos de estos sucesos, los que participaron no tuviesen una parte de razón. Pero lo que suele mover a la gran mayoría no es ninguna convicción moral o política, sino las ganas de cumplir con un requisito –yo también estuve ahí, yo también alcé la voz y también me encaré con la policía. Esto queda demostrado por el hecho de que, a muchos, para estar satisfechos, les basta asistir a una protesta puntual.
Si todos los jóvenes (y los no tan jóvenes, también) que se manifestaron contra la guerra de Iraq y lanzaron consignas contra George W. Bush hubieran sido realmente pacifistas, paralelamente también se habrían manifestado contra la guerra de Chechenia i habrían proferido insultos y escupido consignas contra el presidente ruso Vladimir Putin. Si los estudiantes que protestan contra Bolonia estuvieran tan preocupados por la precariedad amenazadora de su futuro, en vez de tocar la guitarra y fumar cigarrillos aéreos mientras están acampados en las facultades, leerían los libros de las bibliografías de las asignaturas de les clases que se están perdiendo.
Pero lo importante no es contra ni a favor de lo qué uno se rebela, sino simplemente rebelarse, armar el alboroto que la historia mitificada y la nostalgia de los padres les han prescrito. De vez en cuando, sale algún supuesto experto en vete a saber qué materia y se lamenta de que nuestra época y nuestra sociedad están marcadas por el más descarnado individualismo. Nada más falso: Nuestra época y nuestra sociedad son una exaltación permanente del gregarismo, la divinización de los pensamientos y actitudes de piloto automático, una granja inabarcable. La prueba es que la mayoría de nuestros presuntos rebeldes se toman la revuelta como una gimnasia colectiva.
Un graduado en bioquímica que se pasa 14 ó 16 horas diarias en el laboratorio, un escritor novel que no mueve el culo de la silla hasta que no ha resuelto ese párrafo tan difícil de la novela tan ambiciosa que está escribiendo, el emprendedor imaginativo y audaz que se juega las pelas para montar una empresa: realmente estos son los que llevan a cabo las revueltas más fértiles de nuestro tiempo. Bien pensado, y parafraseando al ayudante de cámara de Luís XVI el día que anunció al monarca que el pueblo de París había tomado la Bastilla, estos no son unos sublevados: son unos revolucionarios.